
CARTA A LOS DIOCESANOS CON MOTIVO DEL 75 ANIVERSARIO DE LA ACTUAL IMAGEN DEL STO. CRISTO DE LA LUZ
Carta a los diocesanos a propósito de los setenta y cinco años
de la imagen del Cristo de la Luz
Queridos diocesanos:
Se cumplen ahora, en esta fecha del 3 de mayo del año en curso los setenta y cinco años de aquel 3 de mayo de 1939, en que llegaba a Dalías la sagrada imagen del Santísimo Cristo de la Luz. Con este motivo ofrezco a todos los diocesanos unas reflexiones que ayuden a penetrar en el significado de esta efeméride religiosa, que tan hondo significado ha adquirido para cuantos con fe contemplan al Crucificado como revelación del amor y de la misericordia de Dios, y ponen en él su esperanza.
Confieso que, cuando contemplé por vez primera el descenso del Cristo de la Luz desde la meseta del improvisado altar que, a notable altura, preside desde el presbiterio de la iglesia parroquial la asamblea de los fieles, me sentí conmovido ante la escena que evocaba en mí las palabras proféticas de Jesús sobre el misterio de su crucifixión: “Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).
La emoción sobrecogedora de aquella escena me producía el gozo de ver cumplidas las palabras de Jesús sobre sí mismo, y se acrecentaba en mí el deseo vivísimo de que los hombres de todos los pueblos y razas de la tierra levantaran su ojos hacia el Crucificado, para contemplar en él y en su cruz la revelación suprema del amor de Dios por el mundo. El evangelio de san Juan golpeaba mi corazón y lo llevaba a la contrición de las lágrimas, al contemplar en la cruz de Cristo el Amor divino crucificado.
Otros pasajes del evangelio vinieron a mi mente en aquellos instantes en que el descenso del Cristo de la Luz lo hacía volar sobre las manos alzadas del pueblo que aclamaba al Redentor del mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Hay quienes recelan de Dios, deseosos de su propia autonomía y libertad, y vuelven la mirada para no tener que ver nada con aquel que pende del madero cargando sobre sí mismo toda la maldición del mundo. No quieren tampoco tener que ver, dicen, con un Dios sádico que ha hecho del dolor del Hijo eterno medio de redención. Se equivocan en la lectura del dolor del Crucificado y no pueden penetrar en el significado del misterio de la cruz, porque tampoco han parado mientes o no han querido parar en la culpa que llevó al Hijo de Dios al patíbulo; y nada quieren saber del pecado de todos y cada uno de los seres humanos, del pecado del mundo que Dios quiso borrar con amor entregando a la muerte a su Hijo.
Contra la hostilidad y la indiferencia no basta, sin embargo, el solo fervor religioso. Es difícil conciliar la pasión religiosa de las multitudes por las imágenes sagradas de la pasión del Redentor y el permanente alejamiento de la revelación divina que les ha dado origen, de la revelación que tiene su verdad histórica en la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesucristo. Hay un divorcio más o menos ancho y profundo, según los casos, entre la historia de la salvación que Dios nos ofrece en la historia de Cristo, ámbito de encuentro personal y social entre el hombre y Dios, y la explosión momentánea de la religiosidad reprimida por la cultura neopagana cada vez más hostil a la fe cristiana. Lo más dramático de este divorcio, de este alejamiento de perspectivas es el deseo de mantener intacta la emoción religiosa sin la fe que abre el corazón a la gracia redentora del Crucificado.
Sin mermar nada a la gravedad de la secularización de la sociedad actual, la efeméride de este aniversario es un reclamo a la coherencia, una llamada a la unidad entre fe y vida, para que el cristiano de nuestro tiempo siga adelante orientado por la luz de la fe que ilumina el camino de la vida. Una luz que irradia la cruz de Cristo y que, por sentirla tan viva y radiante, los que tienen fe en él han bautizado su imagen con el nombre santísimo de Cristo de la Luz; nombre que de inmediato evoca el pasaje del evangelio en que Jesús habla de sí mismo como de quien ha venido al mundo como luz, porque sólo él, el Verbo encarnado, es la “luz verdadera que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo” (Jn 1,9). Así lo contemplaba el evangelista que recoge de la boca de Jesús las palabras que acreditan su misión en el mundo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
Desde la restauración de la sociedad cristiana en estas tierras a finales del siglo XV y principios del siglo XVI, la cruz de Cristo ha iluminado la existencia de sus moradores. Cabe, por eso, preguntar sin ambages: ¿seguirá este faro luminoso de la cruz iluminando a las nuevas generaciones? ¿Bastará la emoción religiosa que congrega en torno a él para que las nuevas generaciones mantengan la fe de las que nos precedieron? ¿Se sentirán, tal vez, constreñidas por las palabras del poeta que ni puede ni quiere cantar al Cristo del madero, sino al que anduvo en la mar, dejando la imagen del Crucificado sin otro significado que el de una emoción religiosa sin contenido de fe en el misterio redentor del dolor padecido por la salvación del mundo por el Hijo de Dios, que lo hizo propio siendo dolor ajeno?
No son tiempos fáciles los tiempos presentes, pero el marco abierto de una sociedad tolerante, si de verdad quiere serlo, tiene que tolerar que se le cuestionen los “dogmas de hoy” con los cuales la sociedad actual pretende combatir los dogmas de la fe cristiana tildándolos de “dogmas de ayer”.
La fe en el Crucificado es insostenible sin la fe en el Resucitado, cuya imagen sagrada cierra el itinerario de las representaciones procesionales del misterio de Cristo del prendimiento al madero de la cruz y a la sepultura entre los muertos del Hijo de Dios encarnado. Por eso, como obispo vuestro, queridos diocesanos, dejadme apelar a la libertad de la fe para pediros que no desvinculéis la fe en la cruz de la fe en la gloria de la Pascua; que no separéis de la experiencia religiosa de esa pasión de amor y de belleza que encarnan las imágenes la fe en la redención de Cristo que la hace posible, y que nos ha dado a conocer en la cruz de Jesús la misericordia de Dios.
Los setenta y cinco años de la imagen del Cristo de la Luz es la mejor ocasión para reclamar de vosotros, queridos diocesanos, lo mismo que reclamaba de aquellos cristianos de la primera hora de la Iglesia el autor de la Carta a los Hebreos: “Corramos con constancia en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos ata, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Hb 12,1-2).
Cuando la competición por enflorar y ornamentar la cruz de mayo ocupa laboriosamente la atención de hermandades y cofradías, de asociaciones vecinales e instituciones sociales, caigamos en la cuenta de que esa transfiguración de la cruz, que la convierte de instrumento de suplicio y maldición en realidad preciosa es fruto de la fe en la resurrección, revelación que ilumina el sentido de la cruz y hace legítimo acudir al que está suspendido del madero y de cuyo costado abierto manan el agua y la sangre vivificadora que salvan.
Con todo afecto y bendición.
Almería, 3 de mayo de 2014
Adolfo González Montes
Obispo de Almería