Y va cayendo la tarde cuando se elevan los globos para anunciar lo que sabemos. Son globos multicolores, en racimos, que inundan el infinito hasta perderse a lo lejos. Muy pronto el Cristo estará en la calle...
En tanto, el templo es un hervidero humano contenido y sediento que respira al son de ecos de tambores y gritos de cornetas. La espera es tensa y los minutos lentos, salpicados por aplausos, vivas y silencios.
Sus hijos apiñados permanecen fijos ante la imagen queriendo tal vez precipitar el tiempo, queriendo acelerar el instante... pero serán los golpes de martillo, como latidos del madero, los que agiten nuestras almas y avisen de lo inminente, el momento más grande.
El Cristo ha girado hacia el lado derecho. Sólo falta aguardar a las ocho y media, la hora suya, la de la salida. Sólo falta que alguien diga ¡vamonos! como así es..., y el Cristo entonces se eleva al cielo empujado por sus costaleros y arropado por su pueblo, que lo aclama y lo vitorea, que lo alza, que lo detiene o lo avanza, en el largo pasillo hasta la puerta.
Será entonces, cuando cruce el umbral, cuando la luz asome, que calle la vida para que brame la tierra y estalle el firmamento. Y será EL, desde la escalinata quien presida el fuego y nuestros corazones, que palpitan al compás de los miles de cohetes y el rugir del suelo.
Y aún envuelto en humo y papelillos, con el último tañido de campanas, desciende de su cima hasta la plaza para iniciar su trayecto. Pero no hay prisa, el Cristo y sus hombres se dan un respiro antes de incorporarse a la carrera, que transcurre como la noche, por sus calles, las de Dalías, las de su pueblo.
Y al andar, parece navegar sobre el gentío, entre hileras desordenadas de velas y pies descalzos, bajo cascadas de humo y lluvias de pétalos, al abrazo de la multitud que lo ovaciona a su paso, para colmarlo de caricias, de besos y de abrazos.
Pero será el fuego, el que le queman por mandas o el que le obsequian las peñas, quien detenga su camino. Sólo el fuego, que invade el espacio de ofrendas, de plegarias y de rezos.
La pará de la fuente señala el regreso. Son las doce menos cuarto cuando retorna a la plaza... y los costaleros, deshechos, todavía le entregan su último aliento hasta encaramarlo a lo más alto, el centro del universo.
Un círculo de bengalas deja ver la oscuridad que precede a la entrada, el gran acontecimiento.
El ruido es atronador y un resplandor blanco, como el rayo que no cesa, nos envuelve y nos ciega... y sin embargo, su LUZ es más clara que nunca, la LUZ que desprende, la LUZ que nos guía, su LUZ eterna...
Y el Cristo vuelve a su templo, a su altar, allí donde siempre, para albergar nuestros ruegos, para atrapar nuestros ojos y procurarnos consuelo. Allí con nosotros, hasta el tercer domingo de septiembre, el día del año en que nuestro rey, el Sto. Cristo de la Luz, procesiona por las calles de Dalías, las de su pueblo.
Serafín Alférez